De repente me encontré con la mirada clavada
directamente al suelo. Como en un acto involuntario, caminaba fijándome en la
humedad del cemento rugoso que iba dejando atrás en cada pisada; estaba en la
mitad de una calle al parecer muy angosta. Hacía frío, aún caía la leve brisa,
como un suspiro de lo que fue un aguacero. Era de noche, pero me acompañaban
las tenues luces de las farolas reflejadas en los charcos. Me encogí de hombros y metí las manos en los
bolsillos de la chaqueta (no sabía que tenía esa chaqueta) me resigné
simplemente a seguir con mis ojos las líneas amarillas que se desvanecían bajo
la suela de mis botas cafés, no podía seguir nada más.
No sé a dónde me llevan mis pies, y no me interesaría
de no ser porque tengo la leve impresión de que poseen, ellos mismos, una ruta
estipulada. ¿Pero estipulada por quién? No soy de las que suele dirigir su vida
por un camino fijo, rechazo ese ejercicio de introspección que realiza el ser
humano al trazarse una meta, un objetivo, un plano (o tal vez muchos), a lo
largo de su vida. No le encuentro sentido encontrarle sentido a la vida,
simplemente. A mí me gusta lo desconocido, lo impredecible, lo raro, y aunque a
pesar de ello muchas veces pareciera que sólo me viera metida en espirales, me
gusta más que caminar en línea recta.
Pero ésta vez estaba caminando en línea recta, y era
algo que no podía controlar. Algo que alguien más controlaba. Sentí desespero.
Mis pies seguían caminando al mismo ritmo y en la misma dirección; ya no hacían
parte de mí, estaban poseídos por una fuerza extraña y magnética que impulsaba
al resto de mi cuerpo a seguirlos. Sin embargo mi mente seguía inquieta, y pese
a ello fueron innumerables mis intentos por escapar de aquella trampa horrible,
todos sin éxito alguno. A penas había conseguido erguir un poco la cabeza y
reconocer el horizonte del lugar al que irremediablemente me dirigía.
...
No sabría describirlo con certeza, al ver aquellas
figuras humanas aparentemente
desproporcionadas en el cielo, flotando en lo que parecía un espacio cubierto
por una capa muy ligera de vidrio a punto de romperse, sentí un pánico
horrible. Pero comprendí entonces que todo éste tiempo había estado huyendo de
algo y no me había dado cuenta.
¿Pero de qué?
Quise mirar hacia atrás para tener alguna pista de
aquello que me perseguía, pero un brillo en el terrible cielo me distrajo: El
color que destilaban los cuerpos desnudos provenía de un púrpura muy fuerte y
lúcido mezclado con el negro del petróleo, y chorreaba por los canales de agua
en los tejados de las casas y los edificios hasta llegar a mis pies. No pude
menos que gritar, sentía que iba a hundirme en la viscosidad de ése líquido
extraño y repugnante. Pero mis pies seguían avanzando por sí solos.
Entretanto la calle seguía desolada, miraba a mi
alrededor asombrada porque ya podía dominar algunas de mis articulaciones.
Traté de fijar mi vista hacia las ventanas de los domicilios, no sé porqué, tal
vez me sentía sola, y esperaba hallar a alguien conocido. ¡Sin embargo hubiese
preferido no haber hecho tal cosa nunca! En cada una de las ventanas me vi a mí
misma reflejada con expresión de espanto, conocía esa sensación, como si me
hubieran arrancado el alma a pedacitos, estaba atrapada, atrapada como una
rata, cientos de veces. Grité aún más fuerte y todas mis yo también gritaron.
El cielo comenzó a burlarse de nosotras, sus carcajadas
se escuchaban como un eco gigante que rebotaba por todo el lugar, aún más
fuertes y potentes que nuestros gritos, eran las carcajadas de miles y miles de
bocas torcidas pintadas en un cielo sin nubes, sin luna.
Luego, los vidrios de las farolas de la calle se
reventaron por el fragor. Más aún mis
pies no cesaban en su trayectoria, era increíble pero ahora caminaban más
lento, ¿A dónde diablos me dirigía? ¿De qué se supone que estoy huyendo? No
podía saberlo, y menos ahora que la oscuridad lo había gobernado todo. Creí sentirme más tranquila hasta que el
sonido de unos mordiscos atroces sacudió
el aire de repente, no supe lo que pasaba hasta que las ventanas se quebraron
todas al unísono de un mismo golpe, no podía ver nada, pero adiviné la imagen; estaba
siendo devorada, todas mis yo, engullidas por el mundo, por aquellas sonrisas
torcidas pintadas en el cielo. Ahora, mi piel rasgándose como la tela, mis
huesos despedazándose al compás de unos gemidos más de resignación que de
esperanza y auxilio, mis vertebras doblándose y desdoblándose, mis extremidades
y mi sangre derramándose a borbotones, en el asfalto. Todo aquello intoxicó el
lugar en cuestión de segundos, lo que creí tan solo y desierto ahora estaba
vuelto una carnicería.
Después sólo hubo silencio, como el silencio de los
funerales: un poco necesario, un poco inconfundible, un poco arrepentido. Un
silencio que vestía de negro, que olía un poco a hierba fresca y a tierra
mojada, un silencio preocupado, un silencio demasiado ruidoso.
Y cuando no parecía haber más amenazas, pero aún
reinaba la oscuridad, el sonido de mis pisadas fue mi única guía. En seguida comencé
a sentir que el camino, que hasta entonces había sido solamente plano, se
inclinaba hacia arriba como en una especie de falda muy alta. Me pregunté si
había culminado al fin la pesadilla. La subí sin mucho esfuerzo, estaba
impaciente, pues cuanto más me acercaba a la cima sentía cada vez más fuerte un
olor muy familiar bajo mis narices, como a carne asada mezclado con el humo
tóxico de las busetas.
Finalmente me detuve, por sorpresa, me detuve. Mis
pies volvieron a obedecer mis órdenes, fue un alivio, aunque no reparé en ello
de inmediato. Estaba estupefacta ante mi nuevo descubrimiento: La calle ahora
era torpemente habitada por gente de éste planeta. La calle era Pereira.
Pereira era la 6ta con 23. ¡¿Qué?! Un puñado de jóvenes revolotearon ruidosos a
mi lado, los tipos inútilmente tatuados y perforados; las mujeres preciosas
hasta que abrían la boca. Había vuelto.
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